Un reciente artículo del New England Journal of Medicine1 analiza el Síndrome de Burnout entre los médicos y su relación con la pandemia del coronavirus. De su lectura se desprende que la incidencia creciente de este síndrome en el colectivo médico no es un mal exclusivo de nuestro país, aunque aquí posea rasgos peculiares.
La fuente del desengaño, el descontento y la desmotivación crecientes de los profesionales sanitarios de todas las edades debe buscarse en la progresiva implantación, en todos los sistemas sanitarios contemporáneos, de férreos sistemas de control de la actividad administrativa y clínica del profesional, dirigidos a mejorar su rendimiento y su eficiencia. Aunque estos modelos aspiran a aumentar la productividad del sistema, están dañando su funcionamiento a causa de la desilusión y el sentimiento de alienación que inducen en el médico, incluso en el caso de los más jóvenes, familiarizados con las nuevas tecnologías. En Estados Unidos se calcula que el coste de este problema podría ascender a 4.600 millones de dólares anuales.
El artículo recuerda que la motivación para realizar una actividad puede ser intrínseca o extrínseca. En el primer caso, la motivación procede de la satisfacción personal que nos produce esa actividad; en el segundo, de alguna recompensa externa, como el dinero. En profesiones caracterizadas por su carácter vocacional y, en gran medida, altruista, los autores encuentran que las recompensas económicas no pueden sustituir la falta de motivación personal, e incluso pueden reducirla aún más. En el Sistema Sanitario Público Andaluz, esta reflexión vendría a sumarse a las sólidas críticas que ha merecido el perverso e ineficaz complemento de productividad, que debería ser transformado cuanto antes en masa salarial fija.
La fuente del descontento creciente de los médicos debe buscarse en el modo en que los sistemas de control de su actividad socavan los tres pilares básicos de la motivación intrínseca: la autonomía, la competencia y la afinidad con el sistema. Los actuales protocolos de actuación controlan hasta los más pequeños detalles de la relación clínica. El médico no puede decidir libremente el tiempo que dedica al paciente, la información que le da, las pruebas complementarias que puede pedir o el tratamiento al que lo va a someter. No es inusual que en el área quirúrgica esté pautadas, incluso, las técnicas anestésicas y quirúrgicas que los médicos están obligados a realizar.
En cuanto a la competencia del profesional, el sistema tiende a valorar cada vez más su desempeño en labores burocráticas y el cumplimiento de plazos relacionados con la eficiencia económica del sistema, ignorando sus cualidades estrictamente profesionales. Aunque la propaganda repite sin cesar el mantra de la “asistencia centrada en el paciente”, los médicos se ven obligados a realizar una labor que antepone el rendimiento global a la atención personal de cada paciente. El médico, como Sísifo, acaba ahogado por una tarea burocrática repetitiva y extenuante que empieza de nuevo cada día y que obstaculiza el ejercicio de su profesión, pero a la que no puede negarse sin ser coaccionado o incluso castigado.
Este escenario hace casi imposible que el profesional se sienta vinculado al sistema, que tenga un sentimiento de pertenencia al mismo. En nuestro entorno, el distanciamiento entre el sistema y el profesional queda perfectamente simbolizado por el abismo que separa a los gestores y los cargos intermedios, por una parte, de los profesionales, por otra. El sistema resulta ciego a los valores e intereses de los profesionales, cuyas demandas, más que ignoradas por los gestores, parecen resultar incomprensibles para ellos.
Los médicos andaluces no solo necesitamos que se resuelvan agravios retributivos inveterados con respecto a nuestros compañeros del resto de España. Necesitamos que se respete nuestra autonomía clínica y laboral; necesitamos disponer de un margen de libertad para organizar nuestro trabajo y dirigir nuestra actividad clínica; necesitamos que las herramientas informáticas se pongan al servicio de la actividad clínica y de la atención médica, en lugar de ser meros sistemas de control burocrático y económico de nuestra actividad; necesitamos que las decisiones médicas basadas en la evidencia, en el criterio médico y en la situación del paciente prevalezcan sobre la aplicación rígida y mecánica de protocolos ciegos al contexto clínico en que son aplicados y a los valores intrínsecos al ejercicio de la medicina.
La pandemia del coronavirus ha puesto de manifiesto, con cruel intensidad, la distancia abrumadora que separa el actual modelo sanitario de los valores de la medicina. A un lado, médicos orgullosos de su profesión; al otro, burócratas mezquinos que en sus decisiones anteponen los criterios políticos y económicos a los científicos, que ocultan información y amenazan a quienes exigen que se les proteja frente al virus. A un lado, la Medicina; al otro, lo peor de la política.
Hemos oído en más de una ocasión que nada volverá a ser igual tras esta crisis. Los responsables del sistema sanitario de nuestro país deben saber que el colectivo médico, que con esta crisis parece haber despertado de un letargo inducido por años de sistemático menosprecio, no puede volver tras él al punto de partida, como si no hubiera pasado nada.